Hay creencias que restringen y creencias que expanden, creencias que nos tornan impotentes y creencias que nos dan el poder de cambiar nuestra vida. Hay creencias que construyen salud y hay otras que la destruyen, entre estas últimas se encuentra una muy arraigada en la mayoría de las personas: la creencia de que el dolor debería desaparecer de nuestra vida. Nos negamos, nos resistimos y al resistirnos, sufrimos más. Pero el dolor y las pérdidas son parte esencial de la vida.
Quien puede experimentar la tristeza con dignidad, sin pelear contra ella (“esto no puede estar pasando”), sin negarla (“aquí no ha pasado nada”, “no tengo que llorar”), sin agregarle sufrimiento (“¿por qué?, ¿qué hice para merecer esto?, ¿en qué me equivoqué?”), se dobla pero no se quiebra.
Cuando nos abrimos al dolor con toda nuestra humanidad y nos rendimos ante él, el mismo dolor nos sana, nos eleva al punto de trascenderla, siendo transformados por él. El dolor se convierte así en nuestro gran maestro.
En el dolor no hay mente, es dolor. Se caen las máscaras y las corazas, somos dejados solos en el misterio de ser. Estamos frente a frente con la realidad.
Para estar dispuestos a explotar la realidad tenemos que estar preparados para cometer muchos errores, debemos ser capaces de arriesgarnos, podemos perdernos, pero es así como llegamos a un nuevo destino, perdiéndonos muchas veces, aprendemos como nos extraviamos, cometiendo muchos errores, llegamos a saber lo que es un error, nos acercamos más y más a lo que es la realidad.
Se trata de una exploración individual, no puedes partir de las conclusiones de los demás, la realidad es una experiencia, no una creencia.
Nunca se encuentra la realidad estudiándola: la realidad hay que confrontarla, hay que encararla.
Así también hay que encarar el dolor. Para sanar el dolor, debemos hundirnos en lo profundo, en la oscuridad de las raíces, donde surge la vida. Nos resistimos a ir hacia abajo, elegimos quedarnos en la superficie, buscar soluciones con la mente caótica, que prefiere podar las ramas marchitas o enfermas y hacerlas desaparecer. “si no se ve, no existe”, creemos ingenuamente. Pero el dolor no se puede ocultar.
Experimentar la tristeza con integridad es un acto de máxima fortaleza. Quien se oculta detrás de la máscara queriendo mostrar que “aquí no pasa nada”, quien se cree o pretende ser invulnerable, cuando se quiebra le será muy difícil recuperar su integridad.
En cambio, al abrirnos a la sensación de pérdida y experimentar la emocional natural de la tristeza, nos tornamos vulnerables y desde ese sentir aceptamos lo que es, renunciando a su permanencia. Así la energía psíquica resultante, se dirige hacia la toma de decisiones que nos harán modificar el curso de lo vivido.
Lo que no es aceptado, no puede ser cambiado. Esto muestra claramente un principio básico de la acción correcta: jamás podre cambiar o modificar algo si no lo acepto primero.
Recordemos que cuando elegimos cerrar el corazón al dolor, recurriendo a mecanismos de evitación, también lo cerramos frente a la alegría y el gozo.
Si aprendemos a abrir el corazón al dolor, el proceso es tan extraordinario como milagroso, y no se trata de creerlo, sino de experimentarlo.
Las heridas que nos hacen sufrir, no están destinadas a destruirnos, si las asumimos e integramos, contribuyen a nuestro crecimiento y nos tornan capaces de transmitir a los demás la riqueza de nuestra humanidad.
Un conocimiento profundo de nuestro propio dolor permite convertir la debilidad en fuerza, para ofrecer la propia experiencia como fuente de sanación a otros que también están sufriendo. Entonces ya no hay espacio para lamentarse, la queja o la auto-conmiseración.
La posibilidad de acoger, acompañar y hermanarnos hace que todo cobre sentido, incluso el dolor. Este, como experiencia de la desnudez y fragilidad humana, se torna promesa de un bien mayor.
Es un estado de conciencia superior, es el reino del servicio. Para alcanzarlo, es imperativo aceptar y atender las propias heridas, de modo de adquirir la libertad que nos permite acercarnos a las heridas de los demás sin sentirnos amenazados. Desde este espacio nos transformamos en sanadores heridos, verdaderos seres humanos que aprendieron a hacer de sus límites y sufrimientos una fuente de sanación para los demás.
“Solo el doctor herido puede curar.” Jung.
Para salir de la zona de sufrimiento:
1- Reconocer que no somos los únicos que sufrimos. Lo logramos cuando dejamos de mirarnos el ombligo y podemos expandir el foco de lo que somos capaces de ver.
2- Darnos cuenta y reconocer que hay otros seres humanos que sufren más que nosotros.
3- Pasar a la acción, hacer algo para mitigar el sufrimiento de los demás.
El servicio actualiza el potencial de la conciencia humana que todos compartimos, es el portal de entrada al universo del alma. Tiene en si la capacidad de transformar el amor al poder en el poder del amor, otorgándonos una mirada nueva y más compasiva de nosotros mismos y del mundo en el que vivimos.
Permite trascender el imperio de la mente, para presenciar la transmutación del sufrimiento hacia la compasión y el amor incondicional.
La sanación sigue a la conciencia. Donde hay conciencia profunda, hay compasión.
Este es el territorio del milagro, sentirnos uno con el otro, identificarnos con una visión más amplia de nuestra existencia humana para liberarnos del limitado concepto de nosotros mismos.
El servicio se convierte en el camino más seguro para sanarnos y construir un mundo más justo y verdaderamente humano.
Descalzo y en amor camina siempre hacia adelante, sin mirar hacia atrás.
En el templo de la vida sostenido por los pilares del Sí y del No,
entre la luz y la oscuridad, con coraje para enfrentar lo que hay que enfrentar,
con disciplina para aprender lo que es necesario aprender
y con humildad para equivocarse.