El sufrimiento. Joan Garriga

 

Sufrir no es tan fácil como parece. Para sufrir tenemos que poner de nuestra parte, llevar a cabo el esfuerzo de resistirnos y luchar contra lo que es o ha sido, o está siendo ahora: algo ocurre y no lo quiero, algo siento y no quiero sentirlo y lo reprimo, o algo no siento y quisiera sentirlo y me decepciono o hago como si lo sintiera.

 

O sea, nos oponemos a lo que está ocurriendo aquí y ahora, ya sea en nuestro interior (sentimientos, pensamientos, estados emocionales, sensaciones físicas) o en nuestro entorno (en el trabajo, en la pareja, en la relación con nuestros hijos, etc.) En realidad el que se opone es una parte o una identidad de lo que llamamos yo con la cual nos sentimos identificados: uno de los rostros de ese que muchos llaman “el pequeño ego con todos sus brazos”, como una fórmula para distinguirlo del ser genuino, amplio, nítido cual espacio vacío. Por eso, algunas tradiciones afirman que el problema de fondo es creer que somos eso: este pequeño yo.

Ejemplo, que te duela una pierna es un hecho que experimentas de manera desagradable, y puede ser una dificultad, pero no es un problema. El problema aparece cuando te dedicas a lamentarte (una subidentidad interior, quizá el quejoso) en lugar de ocuparte para que deje de dolerte. Si te abandona tu pareja o pierdes todo tu dinero en la bolsa, seguro que te dolerá o desazonara o enfadara, pero tampoco es un problema: solo es un hecho, una realidad más, y los hechos en si mismos, son neutros.

 

El problema es no querer pasar por el proceso de aceptar y gestionar lo que nos trae la vida y no abrirnos al tobogán emocional que requiera: darle la bienvenida al dolor, la alegría, la culpa, la impotencia, la tristeza, la belleza, la desesperación o lo que sea que nos inunde. Todos sufrimos inconvenientes, adversidades, dificultades, contratiempos, incluso desgracias, en diferente grado e intensidad.

 

Experimentamos el dolor de la frustración, de lo inconfortable, de la pérdida. Este dolor forma parte del paisaje de la vida y requiere nuestra adhesión para que no se convierta en sufrimiento, para no investir meras realidades con el traje y la categoría de problemas crónicos. Adhesión significa aceptación; más aún asentimiento.

Normalmente, ese asentimiento no es inmediato: lleva un tiempo pero conviene llegar a él, generalmente después de un arduo proceso emocional en el que ayuda mucho tener buenas relaciones y una rica red humana de apoyo, sostén y contención.

 

El sufrimiento, por el contrario, es una elaboración defensiva de nuestra mente y nuestro cuerpo, una presuposición fallida sobre lo que tenía que haber sido y no fue.

Una negación, o incluso una agresión a la realidad.

 

Si tuviéramos que decir en muy pocas palabras, en qué consiste la sabiduría, podríamos responder justamente así: es la práctica de la adhesión a lo que la vida nos trae a cada momento en forma de acontecimientos externos o vivencias y sentimientos internos, tomados con una actitud y un espíritu que sortea los rechazos de la mente y lo abraza todo. ¿Cuándo? Ahora. ¿Dónde? Aquí.

 

Viene la confusión y la abrazamos. El recuerdo de algo antiguo que pasó y nos hizo bien, o algo que nos humilló, lo abrazamos también. Y llegan la tristeza, la alegría, la ternura, el miedo, el enojo, este o aquel pensamientos, la envidia, la venganza, la duda, un plan de acción…; la muerte de un amigo querido, un aborto, el abuelo fusilado en la guerra, una injusticia…

 

Lo abrazamos todo: lo agradable e incluso abrazamos la idea en si misma de que algo es desagradable. En la realidad no hay “bueno” ni “malo”, “positivo” o “negativo”, “correcto” o “incorrecto”. Esto son únicamente creaciones y categorías de la mente y  de la racionalidad que evalúan reacciones físicas y emocionales. Pero en la realidad solo “hay”, sin  predicados, sin distinciones. La realidad es neutra, y en ella, todo es experiencia. La realidad “es”. Y “es” aconceptual.

La conciencia todo lo ilumina, estamos más sanos y somos más plenos, cuantas menos sombras nos restan por iluminar, cuantas menos cavernas internas quedan por reconocer o por visitar, cuanto menos escisiones nos vemos impelidos a sostener, cuando ocupamos la casa entera que somos, cuando integramos lo que pudo ser devastador en el pasado y cuando hacemos sitio a los sentimientos que nos resultan difíciles. Y más somos, cuando más enteros estamos. Y el camino hacia esta entereza,  consiste en asentir  y en incluir.

 

La meditación y algunas formas de terapia,  coinciden en el propósito de reponerse a uno mismo, tomar todo lo que hay, abriendo y ventilando habitaciones a medida que van apareciendo ante el ojo de la presencia.

Adhesión a la realidad no significa resignación ni pasividad o fatalismo, como algunas personas suelen malinterpretar. Todo lo contrario. Esta adhesión es más bien algo heroico. Todos experimentamos el deseo de intervenir en la realidad, para que se acerque a nuestros deseos, objetivos y valores, y eso es legítimo y conduce a la acción.

Preparamos cada día la nave en la que nos embarcamos hacia las ignotas tierras que deseamos conocer y, quizá, habitar.

En ello estamos, o deberíamos estar, cada día con plena energía y fervor.

Pero la realidad, que ya se manifestó deber ser aceptada, por difícil que sea; aunque el proceso resulte emocionalmente titánico, es la una forma razonable y sana de seguir con fuerza en el presente y orientarnos al futuro.

 

Siempre se tratara de encontrar  la luz de la sombra y, alumbrados por ese tenue brillo que se filtra en la oscuridad, caminar hacia el objetivo de hacernos discípulos de la realidad.

 

“Nunca es tarde para tener una infancia feliz”. M. Erickson; es lo mismo que decir que nunca es tarde para cambiar nuestra manera de relacionarnos con el pasado; aunque no es fácil, se logra aceptando lo que sucedió en aquellos años primordiales y resinificándolo en positivo, es decir, dándole un sentido útil y favorecedor, de manera que abra puertas y ventanas a la buena vida, en lugar de causarnos ataduras y repeticiones de viejas heridas, destinos o esquemas.

 

Para sufrir, se requiere la presencia de un personaje (una identidad de víctima, de agresor o de lo que sea) y una voz dentro de nosotros que arremeta contra la realidad tal cual es, sosteniendo que “debería ser de otra manera”, que “debería haber sido de otro modo”. A continuación hace falta creerse ese personaje, que siempre puede aportar sólidos y  arrebatadores análisis y argumentos para convencernos.

 

El paso final sería la inevitable  autotortura, fundada en esas disquisiciones que parecen tan bien formadas y razonadas, y ya tenemos el sufrimiento.

Todo sufrimiento comienza por  un “debería”, “tendría”, “podría hacer sido”…, verbos en todo caso, de lucha y oposición contra la realidad. Por eso conviene estar afinado para afrontar la dialéctica entre lo que es y lo que creemos que debería ser o haber sido. Entre la voluntad y el destino. Una dialéctica que consiste en contrastar los “debería”, “tendría que” o “creía que” con los “quiero”, “siento” y “soy”.