
Cuando la vida se vuelve ausente —cuando el presente no se vive con profundidad, cuando los sentidos se embotan y la atención se dispersa— surge un vacío interior que exige ser colmado. Y en ese espacio deshabitado, crece la búsqueda ansiosa. No como una exploración serena, sino como una persecución angustiada de algo que otorgue sentido, pertenencia o identidad.
La ausencia de vida presente no es una condición física, sino existencial. Uno puede tener salud, actividad, vínculos, y aun así sentirse deshabitado. Esta “ausencia” es una desconexión del momento, del cuerpo, de la experiencia directa. En lugar de vivir, se sobrevuelve la vida, atrapado en pensamientos, comparaciones, miedos o nostalgias. Se habla de lo que se hará, de lo que se fue, pero rara vez de lo que es.
Desde esa carencia, la búsqueda se vuelve ansiosa: se persigue una pareja, un trabajo, una causa, un maestro, una respuesta… no desde la claridad, sino desde la incompletud. Como si el sentido estuviera afuera, esperándonos en algún rincón del tiempo o del mundo. Pero lo trágico es que todo aquello que se alcanza desde la ansiedad nunca llena, solo distrae. Y la ausencia vuelve, renovada.
Esta inquietud constante es una forma de sufrimiento autogenerado. Se basa en la premisa, profundamente arraigada, de que lo que soy no es suficiente. Es una negación del valor inherente al ser mismo.
En lugar de comprender la raíz de esta insatisfacción, se busca anestesiarla con logros, acumulaciones o experiencias intensas. Pero ninguna acumulación externa puede sustituir una presencia interna.
Ejemplos contemporáneos abundan: redes sociales llenas de vidas proyectadas pero vacías de vivencia real; consumos culturales voraces que no dejan espacio al silencio; incluso las prácticas espirituales, cuando se convierten en metas que hay que alcanzar, pierden su esencia y alimentan esta ansiedad de búsqueda.
Tres ejercicios para reflexionar:
1- Nombrar el vacío:
Tómate un momento de quietud y pregúntate con honestidad: “¿Qué estoy evitando sentir ahora?” No se trata de resolverlo, sino de nombrarlo. Ponerle nombre ya es un primer acto de presencia.
2- Suspender la búsqueda:
Durante un día, decide no buscar. No buscar distracción, aprobación, sentido. Solo observa lo que emerge cuando se deja de perseguir. A menudo, en esa quietud, aparecen comprensiones profundas.
3- Reencuentro con lo simple:
Escoge una actividad que solías disfrutar de niño: caminar descalzo, mirar las nubes, tocar agua. Hazlo no para obtener algo, sino para estar con eso, sin objetivo. El juego es el lenguaje natural de la presencia.
La vida ausente genera búsqueda ansiosa porque el ser humano, no tolera el sinsentido. Pero cuando se habita el instante, cuando se acoge la realidad tal como es, sin necesidad de modificarla, la búsqueda se transforma. Ya no es ansiosa, es un descubrimiento. Y en ese descubrir, uno deja de estar ausente. La vida, entonces, ya no se persigue: se revela.
Esteban Rojas Nieto
Escribir comentario